[votaciones] Historias navideñas

24 de Diciembre, Barcelona, 1940:
Las calles de las Ramblas estan iluminadas. Joachim Jímenez, un pequeño niño de 12 años, rubio con unos ojos verdes que irradiaban inocencia y felicidad. Paseaba con su abuelo, una de esas personas mayores que parecen haber tenido una vida muy dura y llena de penurias, pero aun así, siempre llevan una sonrisa melancolica en su cara.
-Joachim, ¿Que te parece si tu regalo de Navidad fuera una buena historia? De pequeño te encantaban.
La familia Jimenez aplacaba la dura crisis económica de la posguerra civil a duras penas, a veces pasaban hambre, tras la inestabilidad politica-económica que habia no podía gastar ni una peseta en algo que no fuera imprescindible.
-Abuelo, sabes perfectamente que quiero un coche de hojalata, te lo llevo diciendo un mes.
El anciano sonrió y le dijo:
-Bueno, haremos un esfuerzo y tendrás tu tren de hojalata.
-!Un coche abuelo!
-Lo sé...!Te estoy tomando el pelo!
-!No tiene gracia!.- Dijo Joachim.
-A ver, vamos a ver ese artilugio del que tanto hablas y más tarde iremos a ver los autómatas del Tividabo.

Llegaron a un callejón cerca del Gobierno Militar, y mientra el chico miraba con ilusión todos los escaparates de juguetes, el anciano se paro frente a uno con una pluma de escribir alzada en alto. Recordó que el dependiente le habia dicho que habia pertenecido al mísmisimo Víctor Hugo.
La voz de su nieto le sacó de sus pensamientos...
-Ya hemos llegado abuelo, ese es el coche.- Dijo el niño.
El abuelo accedió en la tienda y le preguntó al dependiente cuanto costaba.
-Son 1000 pesetas mi señor. Dijo con tono altivo el señor del mostrador.
-Me parece que se sale un poco de mi presupuesto.-Respondió con dulzura- ¿Cree que podria hacer una excepcion y rebajarlo un poquito? Es Navidad...
-Me temo que no mi señor, pero puedo indicarle donde esta la salida, siga recto y a mano dere..
-Me acuerdo del camino de vuelta, no soy tan mayor todavía-. Y el anciano le brindo su sonrisa más educada.-Muchas gracias y tenga usted un buen dia.
A la salida, el abuello le explicó a Joachim:
-Joachim, no va a poder ser, lo siento.- Dijo con pena- Tengo una idea, iremos a la librería de Sempere y veremos si tiene algún libro que se ajuste a nuestro capital.
-Abuelo, yo quería el coche, no quiero nada más, pero lo entiendo, vámonos a casa. Dijo el chico con un semblante triste.
El abuelo, con el corazon encogido por no haber podido darle a su nieto el único regalo que quería tener en Navidad, le dio la mano y marcharon hacia su hogar.
-¿Abuelo, estas llorando?
-No, pero si lo estubiera haciendo no pasaría nada, es natural, todos necesitamos desahogarnos a veces.-Y acto seguido sacó un pañuelo y se limpió las lagrimas que le corrían los pómulos.
Ya en casa, acostó a Joachim y partió hacia el centro de la ciudad dispuesto a que su pequeño tuviera un regalo bajo el árbol al levantarse la mañana de Navidad, aunque fuera intercambiándolo por el anillo de bodas, el unico recuerdo que le quedaba de su difunta mujer, ella ya no vivía, su nieto sí.
El trueque fue realizado con éxito ya que además, el tendero le regaló una pluma. Antes de enolverlo, el anciano grabó en la carrocería del coche con la punta de la pluma: "Para Joachim, de su abuelo, con cariño". Y posteriormente lo envolvió en un papel de periódico y lo guardó en su gabardina, aferrandose a él como su reliquia más preciada.
Estaba tan feliz de imaginar la carita de su nieto cuando desenvolviera el regalo, que no se percató del tranvía que se le aproximaba a gran velocidad...

25 de Diciembre, Navidad, 1940:
Joachim se despertó por los sonidos del timbre a las 8:00 de la mañana, y fue gritando de alegría a la puerta "Es Navidad, es Navidad!".
Cuando abrió, estaba ante él un alto y joven Mosso D´esquadra.
-Hola pequeño, ¿Está un tal Joachim en casa?
-Si, soy yo.
-Me parece que debería contarle lo que ha ocurrido a tus padres o algún tutor legal. Esto es tuyo, chico.
Joachim cojió un paquete envuelto en papel de periódico.
-En seguida les llamo, ¿Qué ocurre?

27 de Diciembre de 1967:
Joachim, como cada 27 de Diciembre, se encontraba en el cementerio del Llobregat 27 años despues de la muerte de su abuelo, atropellado por un tranvía, murió al instante de la colisión, al menos le queda el consuelo de que no sufrió. Iba acompañado siempre a su cita anual con su ser querido junto el coche que éste nunca llegó a entregarle, aplastandolo contra su pecho y reprimiendo las lagrimas. Después de dejarle flores en el cubículo, Joachim siempre piensa cuanto daría ahora por haber podido escuchar esa última historia que su abuelo tenía para él, aquel lejano día de Nochebuena...

Quedan apenas dos días para Navidad. Época de paz, de amor, de alegría… Permíteme que, simplemente, comente: ¡JA! Navidad es una época de consumismo, de consumismo y, ¿sabéis de qué más? Exacto. Consumismo.
No tengo nada en contra de la Navidad. Simplemente, soy realista. Yo no soy practicante; es más, ni siquiera soy creyente. Dudo mucho que haya una divinidad suprema vagando por el cielo o, si existe, que nos haga el más mínimo caso. Sin embargo, acepto la fecha como algo importante y me gustan los valores que debería transmitir. Debería…

El caso es que la Navidad, una fiesta para compartir, reír, cantar y acercarse a una chimenea con la familia a calentarse, ha perdido toda su razón de ser. Ahora es una fiesta en la que los niños ansían ver sus regalos, los adultos se quejan del pastón que se han gastado en contentar a sus hijos y los ancianos… Bueno, ellos sí que mantienen el significado de la Navidad, pero nosotros no nos paramos a verlo.
Entro en mi casa. Debería hacer algo, ¿no? Por volver a la razón original del día en cuestión, digo. Pero, ¿qué puedo hacer? Ya. Ya sé que podría darle dinero a los pobres y sonreírle al niño que se siente a mi lado en el autobús, pero no me refiero a eso. Me refiero a cambiarlo todo de verdad. Que todo el mundo lo haga.

Me tiro en mi cama. Cosas como esas sólo ocurren en las películas que emiten en estas fechas en todos los canales de televisión, ¿verdad? Al rato cierro los ojos.

☺☺☺☺☺

Me despierto. La víspera de Navidad. La idea de anoche me caló hondo. Realmente debería hacer algo a gran escala para parar esta oleada de antivalores. Salgo a la calle, decidido. Llamo a mis amigos, lo comento por Twitter y lo digo en el foro en el que participo. Hagamos un movimiento para regresar al amor y a la paz.

Mis amigos dicen: “¡Qué buena idea!” o “Vaya chorrada.” En Twitter encuentro una buena acogida y en el foro sólo han respondido dos, pero han dicho que lo harán. En el día de hoy tenemos que hacer algo para que la gente a la que hemos ayudado ayude a otra y así sucesivamente. Hagamos como en Cadena de favores.

Busco con la mirada posibles víctimas de mi espíritu navideño. Apenas hay tres personas en la calle, y ninguna parece necesitar algo que yo pueda ofrecerle. Sigo caminando, pero aún nada.
Esto es más difícil de lo que esperaba. Veo a un vagabundo mendigando en una esquina. Le doy los tres euros que llevo en ese momento en los bolsillos. No puedo hacer más por él. Mis padres no consentirían que entrara en la casa y no hay nada que pueda hacer por él fuera.

Después de horas infructuosas, me siento en un café. He encontrado otros dos euros en el bolsillo trasero, así que me pido un cortado. Me sirven unos minutos después. Mientras remuevo el contenido de la taza con la cucharilla, pienso en otras formas de transmitir algo de este sentimiento a los que me rodean. No es necesario que sea mucho: con que sonrían me conformo.
De repente, se me ocurre algo. No es muy espectacular, pero creo que la sonrisa sí que la conseguiré. Tomo un bolígrafo azul de uno de los bolsillos de mi chaqueta y, en una servilleta, anoto: «Gracias por todo. Sé que no me conoces y yo a ti tampoco, pero me has parecido una buena persona. ¡Ánimo con el trabajo! Feliz Navidad.

¡Ah! Si esto te hizo sonreír, por favor, haz algo similar para alegrar a alguien más por Navidad»
Dejo la servilleta bajo el dinero de la cuenta y me alejo, pero quedándome lo suficientemente cerca para ver la reacción de la camarera. ¡Ahí está! ¡Ha sonreído! Esto definitivamente te hace sentir mejor.

Vuelvo a mi casa, orgulloso por mi labor. No he hecho nada merecedor de salir en las noticias ni nada por el estilo. Simplemente, he alegrado la tarde a alguien.

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Hoy ha sido Navidad. Hemos comido toda la familia junta, nos hemos reído, hemos cantado villancicos… Por lo menos el día en cuestión sí que hay espíritu navideño. Ya se han ido todos, así que ayudo a mis padres a recoger la mesa y bajo la basura.
Cuando estoy al lado del contenedor, veo un cartel pegado al mismo. Pone:
«¡Hola, desconocido! Feliz Navidad. No te conozco lo más mínimo, pero sé que puedes dar felicidad a la gente de tu alrededor, porque tú eres especial. ¡Eres genial!

¡Ah! Si esto te hizo sonreír, por favor, haz algo parecido para alegrarle a alguien la Navidad.»
Sonrío. Parece que ha funcionado. La gente sonríe. Es un pequeño e insignificante milagro navideño.

No era el hombre que él quería ser, no el hombre que prometió ser cuando era niño. Sus ojos todavía estaban fijos más allá del mar y sus barcos pescaderos, era como si estuviese mirando dentro de sí mismo. Escuchó los pasos ligeros de otra persona acercarse, sus propios pasos sobre la madera consumida del muelle, la brisa golpeaba sus rostros junto al diciembre de los puertos, se saludaron como lo habrían hecho diez años atrás, reconociéndose como la primera vez entre el chapoteo de las olas y el adormecedor rumiar de los motores. Uno invitó hacer las compras navideñas, el otro gruñó que no lo necesitaba. Unos hombres que parecían trabajar en el lugar tomaron asiento no muy lejos, llevaban cervezas y cigarros, sólo un anciano muy alto, muy rugoso sostenía una botilo de café, a su lado un chico de lentes y desgarbado sonreía afanoso.

-Vamos con ellos.-dijo A sin pensárselo mucho.
-Vete a la mierda.-dijo B tampoco sin pensárselo mucho.

La persona más ansiosa tomó a la otra de la manga deshilachada de su abrigo, arrimándose al grupo de presuntos pescadores. Al cabo de una hora y con la noche haciéndose más negra en la cuidad de las luces, se concentraron en afilar sus navajas, hablar del invierno o el fútbol, porque los males más burdos son los más fáciles de expresar, no hay voz que tiemble al putear al clima o al árbitro. Todos eran inmigrantes, cada uno se abstuvo de mencionar directamente a su patria, cubriéndose con la misma cobija, compartiendo la misma caja de cerillos, sus ropas manchadas por el aceite, la sangre, la sal, y apenas un resquicio de arena. Si le preguntaban algo a B, él sólo se limitaba a dirigir una mirada que podría hacer pudrir frutos, mientras que A ladeaba una sonrisa evasiva. El rumor de una guitarra desde la taberna a la par de las voces guiando el curso de los encargos a través del espeso humo que se confundía con la niebla fría. B tomó un último trago, se pasó el dedo pulgar por los labios y se levantó sin decir más; A por su parte de se despidió paciente, uno hombrecillo enjuto le lanzó una gorra descolorida a carcajada limpia.

A y B salían del subterráneo cuando tropezaron con dos niños, y vino el estrépito de una caja de esferas brillantes caer en el piso se hizo eco en la multitud. Unos rieron, otros corrían tras las esferas que rodaban por el enorme pasadizo, aquél que pululaba con cámara en mano, turista quizá, detalló los gestos, los guiños secretos detrás de la sorpresa encantada o la indignación fingida en uno, la felicidad contenida en el otro, el nítido zigzag de un mimo, el letrero maltrecho de un ciego limosnero, la familia numerosa que va en cadena, el señor de negro con un maletín sospechoso, A burlando a B, quien decidió sostener todas las bolsas. Fue la primera vez que habían ido de compras. En cuanto se deshicieron de los abrigos en casa, uno se dispuso a preparar la cena, el otro reacomodó los muebles de la sala. Ninguno de los dos podía regresar a su anterior hogar, sólo quedaba esperando una cama deshecha, un departamento en el centro con barandas oxidadas y cortinas sin lavar..
-La navidad es sólo una excusa, tu madre te odia, tus hermanos te niegan, tus sobrinos ya no te recuerdan, y tu padre no dice mucho.-comentó A con voz cansada.

-Ya lo sé. Lo sabía antes de ir al ejército.-agregó B cambiando su camisa.
-Nosotros dos somos una familia.-aseguró A alisando la gorra que hoy le dio un desconocido.
Se voltearon a mirar, cada uno a un lado de la habitación, derrotados por la fatiga. Más allá de la camaradería, existía un lazo de esos que son imposibles de catalogar porque significan tantas cosas y no satisfacen nada, sin embargo son irremplazables, ya la miseria se cobró las palabras no dichas, recordando los niños del subterráneo, los que una vez fueron, los que nunca volverán a ser. El paso a la madurez costó lo suficiente para una sola vida, pagaron el precio sin tener muy claros sus beneficios. Sus caras ya envejecidas por la vigilia y demás vicios de la cotidianidad no cercenaban más en los engranajes del nuevo mundo que se desplegaba como un leviatán; para ellos hoy sólo era una noche que se supone que hay que celebrar.

-Joder, somos unos idiotas, olvidamos comprarnos regalos.-dijo entre risas A desde la puerta del baño.
En las sombras se notaron los músculos de B contraerse cuando sacó del armario una caja llena de cables. Se sentó en el suelo silencioso, como esperando ser rechazado. La segunda persona en la habitación se arrodilló a su lado sin sosegadamente, un rezo que nunca se pronunció, maldijo su necedad. Sus rasgos se ablandaron en la comprensión, suspirando de alivio.
-Estamos en casa, eso es lo que importa. Encendamos las estúpidas luces del árbol.-era apenas un murmullo combativo de B, y nadie dijo nada más esa noche.